Fue inevitable… ¿o no? La Guerra Civil (1936-1939), el acontecimiento más trágico de nuestra historia contemporánea, ha sido descrita habitualmente con rasgos inapelables: una fuerza desencadenada por los errores de ambos bandos (republicanos y franquistas) contra la que poco pudo hacer nadie, pues la escalada de tensión y provocaciones mutuas generó un enconado y divisivo odio entre los españoles que no encontró otra vía de expresión que las armas.
Sin embargo, el análisis individualizado de varios momentos clave en el camino hacia el 18 de julio de 1936 muestra que un giro en la historia −el frenazo antes de la autodestrucción− estuvo a punto de producirse en más de una ocasión, gracias a la lucidez o los heroicos esfuerzos de algunos. Y también que el conflicto, una vez comenzado, podría haber terminado antes.
¿Un gobierno demasiado azañista?
Así, los partidos de izquierda ganadores de las elecciones del 16 de febrero llevaban advirtiendo desde la campaña electoral sobre la desafección de ciertos mandos del ejército y realizaron peticiones al Gobierno para que democratizara la cúpula militar y sacara de ella a generales como Franco, Goded o Fanjul. En concreto, el político José Díaz Ramos, secretario general del PCE e impulsor del Frente Popular, ya había señalado con anterioridad la involución acaecida en el ejército durante la etapa de Gil-Robles como ministro de la Guerra (de mayo a diciembre de 1935), en la que se había promovido a Franco y Mola, entre otras decisiones.
Pero estos avisos cayeron en saco roto. En mayo de 1936, Manuel Azaña accede a la presidencia de la Segunda República después de garantizarse el apoyo parlamentario de esas mismas izquierdas del Frente Popular, que no quieren entrar en el Gobierno. Aunque Azaña ofrece el primer cargo institucional, presidente del Consejo de Ministros, al socialista Indalecio Prieto, este renuncia para no crear un cisma en el socialismo. Y Azaña nombra un ejecutivo formado por personas cercanas, de su plena confianza. Para el máximo puesto elige a Santiago Casares Quiroga, curtido político gallego de su mismo partido, Izquierda Republicana. Casares suma a esta responsabilidad otra sobre una cartera clave: la del Ministerio de la Guerra.
A Casares se le ha atribuido inacción en sus dos meses en el cargo –dimitió el mismo 18 de julio– frente a las señales que indicaban los movimientos conspirativos que se estaban produciendo entre los militares. El político socialista Indalecio Prieto dio en 1940 su opinión en un artículo, en el que responsabilizaba a un Gobierno demasiado dependiente de un Azaña que quitó importancia a un posible golpe de Estado: “Las carteras clave, como la Presidencia del Consejo y los ministerios de Justicia, Guerra y Hacienda, fueron entregadas, con olvido de otros factores muy esenciales en aquella y en todas las horas, a íntimos del señor Azaña. La voluntad y el criterio de este imperaban, así, de modo absoluto. La devoción que entre sus íntimos despertaba el señor Azaña solía rayar en la idolatría, y los idólatras jamás disienten del ídolo. Por eso, como el señor Azaña no creía en la sublevación, el Gobierno tampoco creyó en ella, y los sublevados pudieron lograr el éxito que en casos semejantes suele acompañar casi siempre a la sorpresa”.
Responsabilidad de las izquierdas
Santiago Carrillo, por entonces todavía en las Juventudes Socialistas, escribiría en sus libros La crispación en España (2008) y Mi testamento político (2012) que, si la izquierda hubiera aceptado el nombramiento como presidente del Gobierno de Indalecio Prieto, este se hubiera mostrado mucho más firme que Casares en la contención de los movimientos conspirativos del ejército, lo cual quizás no hubiera evitado el levantamiento pero sí habría reducido sus posibilidades de éxito. También sostuvo que, llegado el caso, Prieto habría dado armas al pueblo para defenderse, como pedían algunos grupos izquierdistas desde días antes del 18 de julio. Desde su punto de vista, con la política de no entrar en el Gobierno a pesar de haber ganado las elecciones, las izquierdas acabaron por debilitarlo y facilitar el golpe.
Franco avisa por carta
Más allá de las valoraciones sobre la actuación de Casares Quiroga al frente del Ejecutivo, un hecho que ha quedado grabado en su “debe” es la desatención a la carta de advertencia sobre el descontento de los militares que le envió ni más ni menos que el general Francisco Franco el 23 de junio desde su destino como capitán general de Canarias, adonde se le había enviado para alejarlo del mando sobre las tropas (hasta el triunfo del Frente Popular, había sido jefe del Estado Mayor). Se trata de un aviso en toda regla a Casares, a quien Franco se dirige en su calidad de ministro de la Guerra, por lo que se declara su “subordinado” al final del texto.
El general − que aprovecha la ocasión para recordar que está “apartado muchas millas de la Península”− se siente obligado a reportar a su superior la complicada situación que detecta entre los mandos: “Es tan grave el estado de inquietud que en el ánimo de la oficialidad parecen producir las últimas medidas militares, que contraería una grave responsabilidad y faltaría a la lealtad debida si no le hiciese presente mis impresiones sobre el momento castrense y los peligros que para la disciplina del ejército tienen la falta de interior satisfacción y el estado de inquietud moral y material que se percibe, sin palmaria exteriorización, en los cuerpos de oficiales y suboficiales”.
Tras describirle las motivaciones del disgusto, en aquel momento centradas en unos incidentes sucedidos en mayo en Alcalá de Henares con intercambio de disparos entre presuntos militantes socialistas y oficiales del ejército, Franco le dice directamente al ministro que está mal informado sobre lo que ocurre en el seno del mismo: “Todo esto, excelentísimo señor, pone aparentemente de manifiesto la información deficiente que, acaso, en este aspecto debe llegar a V.E., o el desconocimiento que los elementos colaboradores militares pueden tener de los problemas íntimos y morales de la colectividad militar”.
Entre amenazas y atentados
La amenaza es ya prácticamente directa cuando le señala la importancia de los escritos divulgados anónimamente por altos militares, ocultos bajo las siglas de asociaciones clandestinas (cita a la UME y la UMRA). De estos textos, Franco afirma que “son heraldo de futuras luchas civiles si no se atiende a evitarlo”. La frase parece casi un adelanto literal de lo que iba a suceder. A renglón seguido, sin embargo, le dice a Casares que “impedirlo es cosa que considero fácil con medidas de consideración, ecuanimidad y justicia”.
La carta de Franco ha sido motivo de mucho debate entre los historiadores, ya que denota su posición dubitativa respecto a dar un golpe de Estado, una actitud poco clara en cuanto al paso a acometer de la cual ya se habían quejado sus propios compañeros conspiradores. Así, los más decididos a atentar contra la República llamaban a Franco “Miss Islas Canarias 1936”, por cómo se dejaba querer por unos y otros.
La violencia reinante en España en los prolegómenos de la Guerra Civil también podría haber cambiado la historia. Franco estuvo en la diana de elementos revolucionarios desde el mismo momento en que llegó a Canarias el 13 de marzo de 1936, destinado al frente de la región militar de estas islas: un semidestierro decidido por el primer ministro de la Guerra elegido tras la victoria del Frente Popular, el general Carlos Masquelet, próximo a Azaña y masón. El militar que había encabezado la represión en Asturias dos años antes concitaba la animadversión de la izquierda más extrema –a su llegada a Tenerife, encontró pintadas que decían: “¡Muera Franco!”– y sufrió al menos dos intentos de asesinato en las islas.
La primera tentativa tuvo lugar en la tarde-noche del 13 de julio y fue llevada a cabo por tres militantes anarquistas, que lograron entrar en la sede de la Capitanía en Santa Cruz. Los atacantes se dirigieron a los aposentos de Franco, pero encontraron la puerta cerrada y este, al oír ruidos, pidió auxilio, lo que puso en fuga a los agresores. En la madrugada del 16 de julio volverían a intentar otra operación similar, durante la que se produjo un tiroteo al ser descubiertos por un soldado. Volvieron a huir, pero al cabo de unos días fueron detenidos dos de ellos, un tinerfeño y un catalán. El cerebro de los atentados, otro anarquista catalán, Antonio Vidal, logró escapar escondiéndose bajo la lápida de un cementerio.
Martínez Barrio al habla
Desde entonces, los acontecimientos se sucedieron de forma frenética y los planes de golpe de Estado culminaron el 18 de julio, con Franco volando de Canarias a Marruecos para ponerse al frente del ejército africano y el general Emilio Mola, muy temido por la República, liderando la conspiración desde Navarra. En la noche del 18 al 19, tras la dimisión de Casares Quiroga, su sustituto recién nombrado, el republicano Diego Martínez Barrio, realizó un titánico y nunca bien ponderado esfuerzo para parar el alzamiento, llamando por teléfono a los principales generales para intentar disuadirlos.
Convenció a varios, pero no al más importante, Emilio Mola, a quien le llegó a ofrecer ser nombrado ministro de la Guerra. En la tensa charla, reproducida en varios libros, el militar se mantuvo firme en sus propósitos y declinó las peticiones del presidente de que mantuviera la obediencia de los cuerpos armados: “No, no es posible, señor Martínez Barrio”, le contestó. Y, cuando finalmente este le afeó su conducta, Mola le espetó: “¡Qué le vamos a hacer! Es tarde, muy tarde”.
Con la guerra ya en marcha, hubo varias tentativas de intermediar para lograr el fin de las hostilidades: el primer esfuerzo diplomático, un mes después del inicio de los combates –en agosto del 36–, vino desde los países sudamericanos, a instancias del Ministerio de Asuntos Exteriores de Uruguay. Se intentó debatir la propuesta en el seno de la Unión Panamericana (antecesora de la OEA), pero resultó demasiado prematura.
Azaña persiguió con denuedo una mediación británica durante muchos meses. Lo hizo de forma secretista, sin informar al Gobierno. En diciembre de 1936, envió al político catalán Pere Bosch i Gimpera a Londres con una carta que llegó a manos de Anthony Eden, el secretario del Foreign Office británico, quien declaró en la Cámara de los Comunes: “Si la ocasión de conciliación se presenta y nosotros juzgamos el momento oportuno para realizar una tentativa al efecto, la haremos, cualquiera que sea su resultado”. A partir de ahí, con el apoyo de Francia, se trató de sondear a las demás potencias implicadas en el conflicto –Alemania, Italia, Rusia– para intentar sumarlas, pero sin éxito.
Así llegó mayo de 1937, cuando el socialista Julián Besteiro voló a Londres enviado otra vez por Azaña portando una propuesta secreta de este para el cese de las hostilidades, la cual consistía en un armisticio seguido de un plebiscito. Las potencias se negaron, pero el Vaticano, a quien se había implicado por su ascendiente sobre el bando franquista, la vio con buenos ojos.
Monseñor Giuseppe Pizzardo recibió el plan durante la coronación de Jorge VI en la capital británica y a su vez lo transmitió al prelado Isidro Gomá, cardenal de Toledo y primado de España, en una reunión en Lourdes. Este se opuso, ya que consideraba que no sería aceptado nunca por el bando franquista. Posteriores intentos –la mayoría de los cuales también pasaron por Londres– quedaron asimismo en vía muerta por la oposición de alguna de las potencias (Italia fue muy refractaria durante todo el conflicto), o por la dificultad de acercar posiciones ideológicas muy alejadas.
En definitiva, no fue posible la paz (título de las famosas memorias de Gil Robles), pero no sería ni mucho menos por falta de oportunidades.