“Les decepcionamos y nos avergonzamos de ello”, comentó Margaret Thatcher ante el Parlamento de Praga en septiembre de 1990. La Dama de Hierro pedía disculpas por los Acuerdos de Múnich, una vergüenza internacional que se firmó en septiembre de 1938 y que ponía punto final al verano en el que toda Europa dejó vía libre al fascismo por miedo a la revolución obrera. Parecía acordarse de la negociación de Lord Runciman, en agosto, que anuló los acuerdos internacionales de ayuda mutua con Checoslovaquia y articuló la traición de Francia y la entrega de los Sudetes a Hitler.
Franco llegó a pronunciar estas palabras en Burgos, el 1 de octubre de ese año: “Podemos llamar (al pacto) la batalla de Múnich, con su victoria de la paz, que acaba de librarse en tierras germánicas, en las que la política de sinceridad de los hombres de Estado triunfó sobre las maquinaciones y amenazas bolcheviques. Por ello, el triunfo de la verdad y la justicia sonaron a cantos funerarios en el campo rojo”. En ese verano, todos parecían bailar en la misma fiesta.
Por favor, un poco de alegría
En realidad, lo que tenían en mente muchos europeos era la preparación del Mundial de Francia (junio): fue el acontecimiento del año, que traería a los mejores equipos de Europa y a algunos de otros continentes. España no pudo asistir, aunque los dos bandos tenían sus posibles alineaciones dispuestas. Y Austria, finalista de las Olimpíadas de 1936, a pesar de haberse clasificado, tampoco pudo jugar porque ya no era un país, tras la Anschluss. Algunos de sus jugadores engrosaron el equipo del Reich.
En julio comenzó el Tour, con 96 ciclistas que recorrieron casi 5.000 km atravesando varios países. Igual que el Mundial, lo ganaron los italianos, que engrosaron así el orgullo nacional del Duce: el florentino Gino Bartali, campeón de varios Giros, se alzó con el laurel. El suyo fue un caso único. Mussolini utilizó sus gestas para dar lustre al régimen, pero el ciclista, lejos de las ideas fascistas, se dedicó durante toda la guerra posterior, con sus compañeros de Acción Católica, a salvar a más de 800 judíos italianos confeccionando pasaportes falsos y transportándolos en su bicicleta, mientras los confiados policías se hacían fotos con él.
Con el sol veraniego, los trabajadores franceses miraron con orgullo la finalización de la Línea Maginot, una defensa –que se mostraría inútil– en la que se habían gastado 5.000 millones de francos. Ya había anunciado De Gaulle que hubiera sido mejor invertir en una nueva flota de aviones, o en nuevas tecnologías para el ejército, ante la displicente mirada de Pétain, el anciano mariscal, que seguía anclado en las antiguas tácticas de la Gran Guerra.
Serrano Suñer había promulgado la franquista Ley de Prensa el 22 de abril de 1938, haciéndola asunto y propiedad del Estado “con carácter provisional” (irónicamente, duraría hasta 1966). La información fue tratada como un servicio público más y se acabó así la supuesta independencia; las noticias de la guerra que recorrían Europa ese verano se elaboraban en las oficinas de los sublevados, tal y como había hecho Goebbels en Alemania o, años antes, el Duce en Italia. A su vez, el bando republicano contó desde el 4 de noviembre de 1936 con un Ministerio de Propaganda comandado por Carlos Esplá, de Izquierda Republicana, hasta que Negrín lo reconvirtió en una Subsecretaría del Ministerio de Estado.
La guerra española conmueve a Europa
Las noticias que salían de España, justo en el comienzo de la ofensiva del Ebro, tenían dos caminos: por un lado, los obreros europeos utilizaban los horrores relatados por los medios republicanos (Guernica, Badajoz, Madrid y un triste y largo etcétera) para seguir organizando, en sus locales y centros de reunión, charlas, proyecciones y panfletos con el fin de reclutar voluntarios para las Brigadas Internacionales, recolectar ayuda económica y material y presionar a los gobiernos.
Por el lado de la derecha, las organizaciones eclesiales (con las fotos de la quema de conventos o de los curas y monjas asesinados brutalmente), los partidos conservadores y los empresarios consiguieron en ese verano convencer definitivamente a sus gobiernos de que debían apoyar al fascismo como medio de contención ante la revolución obrera proveniente de Rusia. Y si no apoyar, dejarse hacer; al fin y al cabo, Hitler y los suyos habían devuelto a Alemania una economía saneada, después del desastroso Crac del 29.
En realidad, los Acuerdos de Múnich se habían diseñado aquellos meses anteriores, dando la estocada de muerte a la República. Por cierto, Franco se mostró neutral, hecho que molestó al Reich; quizá ya estaba nadando y guardando la ropa. Cuentan que Hitler le dijo a Göring: “Es una cochinada, pero ¿qué se puede esperar de esos pobres hombres”.
Se acaba la ayuda internacional
Los obreros de muchas ciudades de Inglaterra, Irlanda y Escocia trabajaban a destajo para apoyar a la República española. En 1936 habían llenado el estadio de Wembley con un espectáculo montado por el Partido Comunista y la Federación de Mineros de Gales, entre otros, con más de 3.000 artistas, dirigido por el escritor Charles Montagu Slater y con música de Alan Bush. El gobierno inglés se alarmó y pronto prohibió el voluntariado que viajaba para apoyar a los “rojos”: los calificó de ilegales y los amenazó con penas de cárcel o multas. Pero, mientras la policía intentaba controlar las fronteras, los obreros tejieron su propia red de Inglaterra a París –con la excusa de ir a pasar el fin de semana–, donde la red francesa les facilitaba luego el paso a través de los Pirineos.
Sin duda alguna, la causa española llenaba los periódicos día tras día, las charlas en las fábricas y los cafés, pero ya habían pasado dos años desde que comenzara la contienda y los que no habían ido voluntarios no lo iban a hacer: hay que tener en cuenta las tremendas cifras de brigadistas muertos (uno de cada tres). Había que pensar dos veces lo de ir a morir por una guerra que ya estaba finiquitada. Las Brigadas fueron obligadas a partir de España en octubre de ese mismo año, por el acuerdo de no actuación, mientras que Franco siguió disfrutando del material bélico y humano de sus amigos fascistas.
En 1938 se supo de los campos de Sachsenhausen y Esterwegen, cuyos planos publicaron los testigos de Jehová en el libro Cruzada contra el cristianismo, que denunciaba las atrocidades allí cometidas. A su vez, otros dos libros publicados ese año fueron la cara y la cruz del antisemitismo que recorría el continente: La escuela de los cadáveres, de Céline, violento panfleto antijudío, y Comeclavos, de Albert Cohen, genial novela reivindicadora de los judíos.
La candente cuestión judía
El primero llegó a comentar que eran los judíos quienes alentaban la guerra y que él solo quería evitarla. Aunque su viuda, años después, afirmara que Céline no sabía nada de la persecución antisemita, su defensa es algo complicada –no así la de su calidad literaria– teniendo en cuenta su colaboracionismo con los nazis en la guerra. Unos meses después de la publicación, él y su editor perdieron un juicio contra el médico Pierre Rouqués, al que infamaba en el libro acusándolo de contubernios sionistas, y tuvieron que pagar unos miles de francos por daños y perjuicios, así como modificar varios fragmentos de la obra.
El segundo, Cohen, escritor judío, desentraña en tono de comedia la política europea y el antisemitismo que había vivido desde joven (siempre recordaría aquello de sale youpin, “sucio judío que vienes a robar a Francia”, que le había dicho un comerciante cuando llegó a Marsella como emigrante desde Corfú). Más tarde, en la guerra, intentó componer una Legión Judía que movilizase a decenas de miles de hebreos contra el fascismo, pero los aliados no llegaron a darle el visto bueno. En aquel verano de 1938, leer uno u otro libro marcaba la diferencia entre arrimarse a un futuro bando o al otro.
Detenciones masivas y exilio
El primer arresto masivo de judíos en Alemania se realizó durante la semana del 13 al 18 de junio, en la operación llamada Aktion Arbeitsscheu Reich. Habían sido incluidos entre los seres antisociales y unos 2.500 fueron internados en campos de concentración y luego torturados o asesinados (sin olvidarnos de los otros 7.500 no judíos que también fueron detenidos aquellos días, entre comunistas, pequeños delincuentes, gitanos, homosexuales…). Para salvarlos, se pusieron en marcha varias redes de ayuda en Ámsterdam, Bruselas o París, algunas organizadas y otras de carácter personal o familiar.
En la Conferencia de Evian, propuesta por el presidente estadounidense Franklin D. Roosvelt y celebrada del 6 al 15 de junio con representantes de 32 países y gran seguimiento mediático, se trató el problema del cupo de judíos exiliados (tristemente nos recuerda lo que sucede actualmente con el pueblo sirio, por ejemplo). Otra vergüenza histórica, puesto que, salvo la República Dominicana –que propuso quedarse con cien mil–, nadie dijo esta boca es mía. Jaim Weizmann, que llegaría a ser presidente de Israel años después, comentó a los periodistas: “El mundo parece estar dividido en dos partes: una en donde los judíos no pueden vivir y otra en donde no pueden entrar”.
El 17 de agosto, se decretó que todos los hijos de Abraham que viviesen en Alemania cuyo nombre no les identificase como tales deberían colocarse el apelativo Israel o Sarah como segundo nombre. El 20 de agosto, se abrió la Oficina de Emigración Judía de Eichmann que, desde Viena, Praga o Ámsterdam, gestionaba los documentos de paso fuera de las fronteras del Tercer Reich.
Malos tiempos para la lírica
La olla a presión del antisemitismo que se venía arrastrando secularmente en el Viejo Continente estalló aquel verano. Y aunque luego, al acabar la guerra, todos quisieron lavarse la conciencia, es difícil negar que los nazis no actuaron en solitario, sino con la callada connivencia de muchos países, personas e instituciones.
Entretanto, Blancanieves y los siete enanitos, de Walt Disney, trajo una nueva posibilidad: la de entrar en un mundo de dibujos animados que parecen reales. Niños y adultos salían de los cines ilusionados ante aquella explosión de color. Mientras, Stalin, desde los primeros meses del año, empezó a aparecer en las pantallas de los cines rusos para convertirse en mito.
A pesar de la producción del Partido Comunista (y de la CNT en España), las salas europeas, huyendo del conflicto, se llenaron de comedias, en su mayoría producidas en Hollywood, un cine de escape para la tensionada realidad. Algunos ejemplos: Vive como quieras, de Frank Capra, ganadora del Óscar a la mejor película; El hotel de los líos, de los hermanos Marx; La fiera de mi niña, de Howard Hawks, o Robin Hood, de Michael Curtiz. En México se estrenó Refugiados en Madrid, sobre la situación en la capital asediada, y en Francia triunfó El muelle de las brumas (Marcel Carné), sobre un desertor de la Gran Guerra que intenta rehacer su vida.
El Festival de Venecia –celebrado en agosto– otorgó la Copa Mussolini, como no podía ser de otro modo, al magnífico documental de Leni Riefenstahl sobre los Juegos Olímpicos de 1936 en Berlín, que es un canto al nacionalsocialismo. Mientras, el dramaturgo alemán exiliado en Dinamarca Bertolt Brecht estrenó en París la obra teatral Terror y miseria del MH Tercer Reich, que muestra cómo su querido pueblo se fue sometiendo a los nazis de manera voluntaria, entre el miedo y la connivencia. Brecht había sido uno de los autores cuyos libros quemaron los nazis el 10 de mayo de 1933; aunque, años después, se dijo que la Stasi de la RDA también tuvo que ver en su infarto, por sus críticas al régimen comunista. Sin duda, un enorme e incómodo intelectual.
En Suiza, siempre ajena a todo, comenzó el Festival de Música Clásica de Lucerna, que atrajo a los mejores directores e instrumentistas, muchos de los cuales –como el director Arturo Toscanini– habían decidido no ir a los encuentros de Bayreuth o Salzburgo para protestar contra los nazis.
Y llegó el invierno…
Hoy en día, conocemos la traición a la verdad que se ha hecho con la historia: ya sabemos que la diseñan los que ganan, o la reescriben años después ocultando aún más lo olvidado. La simpatía por el nazismo no fue solo alemana, fue internacional en muchos casos, aunque ahora nos cueste aceptarlo. Por otro lado, la ceguera de los obreros europeos con los crímenes del Partido Comunista Ruso y sus agentes duró décadas, casi hasta que terminó la Guerra Fría. Aquel verano polarizado de 1938 tuvo esa excitación e inocencia que tienen los soldados antes de entrar en su primer combate; luego vendrían la destrucción y el terror, el invierno eterno para millones de personas. Como diría Hannah Arendt,“la superación del pasado solo puede consistir en narrar primero lo que realmente sucedió”.